PERÚ 1968: LA DEMOCRACIA QUE DERRIBÓ VELASCO
Por: Diego Neyra
La politología peruana contemporánea no hace distinciones entre la dictadura (Tanaka, 2014) del Gneral Juan Velasco Alvarado (1968-1973) y otros regímenes militares anteriores. Lo cual produce una consecuencia intelectual lógica: implica el reconocimiento tácito de un sistema democrático previo. Mi tesis, argumentada en las siguientes líneas, es que tal cosa no existió ni fáctica ni legalmente.
Las elecciones democráticas de 1963 que le otorgaron la victoria a Fernando Belaúnde Terry sobre el Partido Aprista Peruano de Haya de la Torre para su primer gobierno (1963-1968) contaron con un padrón de 2 070 718 de electores hábiles (INFOgob, 2013: 81, gráfico 10) sobre una población adulta - según la legislación de entonces conformada por los mayores de 21 años (Asamblea Nacional, 1920: 6) -, de aproximadamente 4 a 5 millones de habitantes (INEI, 2001: 49, cuadro 27). Es decir, el 60% de la población vivía legalmente al margen de los plenos derechos políticos y jurídicos que otorgaba la condición de ciudadanía.
La razón era sencilla: sólo gozaban del derecho de sufragio los que sabían leer y escribir el castellano (Congreso de la República, 1955; Congreso Constituyente, 1933: 7). Esto significaba que la inmensa y mayoritaria población quechua, aymara e indígena, por no leer ni escribir en castellano u otra lengua europea, estaba legalmente excluida de la participación política plena, bajo la consideración colonial y eurocéntrica de su analfabetismo, lo que les impedía automáticamente ejercer una ciudadanía efectiva.
La colonialidad del poder en el Perú nunca fue tan flagrante y legalizada como antes de 1968. Se nos podrá reprochar que en innumerables casos, miembros individuales de la clase indígena lograran gozar de la condición de ciudadanía, pero es evidente que tal adquisición implicaba, de hecho, la asimilación cultural y lingüística a una falsa identidad hispano-occidental afrancesada hegemónica en aquellos años. Implicaba volverse “no-indio”, “blanquear su linaje” y ser “capaz de dar fe pública de ser irreconciliable con las estructuras comunales”. En buena cuenta adquirir, por lealtad al poder oligárquico o por compra del derecho, la ciudadanía de casta. Aun así, siempre fueron “ciudadanos de sospechosa alcurnia pues siempre habrá en ellos, en su mal gusto para vestir, en su afección por la gordura como emblema de bonanza, en su simpleza estética o la insuficiente blancura facial, un motivo para comprobar su velada complicidad con una indianidad estigmatizada” (García Linera, 1999: 143).
Retrocediendo a la primera mitad del siglo XX, cuando en los países del campo socialista, que abarcaban a la mayoría de la población mundial, el derecho al sufragio era extensivo a la totalidad de la población adulta, lo mismo que en la gran mayoría de países europeos, en el Perú, “solo podían ejercer el derecho al voto los varones mayores de 21 años —o que, aun sin haber alcanzado esta edad, estuviesen casados— y que, además, supieran leer y escribir” (INFOgob, 2013: 63) el castellano; las mujeres (casi el 50% de la población) recién ejercieron este derecho en los comicios presidenciales de 1956, pero bajo las mismas consideraciones que los varones. Así, la ciudadanía, aparentemente restringida por razones civilizatorias a los sectores instruidos, era, de hecho, una condición de exclusividad y dominación racial, de clase, étnica, cultural y de género, sostenida política y económicamente por el régimen de hacienda, pues “sin la disolución del feudo no ha podido funcionar, en ninguna parte, un derecho liberal” (Mariátegui, 2010: 45)
Por ello, los años aurorales de la República no significaron la conquista de las libertades y derechos del hombre. Por lo menos no las del indígena ni las del negro. Al carácter racial y estamental de la ciudadanía se sumaba el censitario: la Constitución de 1828 sólo reconocía como ciudadanos a los propietarios de tierra con un ingreso mínimo de 800 pesos anuales, así como a los alfabetos (es decir, la minoría de la minoría que hablaban castellano). En las primeras elecciones de competencia partidaria donde un ciudadano civil asumió la presidencia, en 1872, sólo participaron 3778 electores; en las elecciones de 1899, sólo sufragó el 1,7 por ciento de la población, poco más de la mitad de la población electoral; para 1912, el padrón alcanzó los 144 000 electores hábiles, alrededor de sólo el 5 por ciento de la población adulta del país (Cotler, 2005; Del Águila, 2012; Mucke, 2010).
Las cifras y dictámenes legales no son, en este caso, sino recursos con los que pretendo exponer crudamente la situación de este período:
En este orden, los indios son la nada del Estado […] se presentan de entrada como la exterioridad más profunda e irreductible del Estado. […] No hay en él ni un atisbo de simulación de incorporar al indio porque lo que define al Estado, a las fracciones sociales unificadas políticamente como poder gubernamental, es precisamente la conjura permanente contra la indiada […] considerado como el fin de la historia, como la hecatombe de la civilización. Lo indio es lo pre-social con sus amenazantes horrores desbocados […] el ciudadano es el sujeto que se construye en tanto antípoda de la indianidad: propiedad privada contra propiedad común, cultura letrada contra cultura oral, soberanía individual contra servidumbre colectiva […] la ciudadanía, como el poder, la propiedad y la cultura legítima […] no se presenta entonces para los ciudadanos como una producción de derechos sino como una herencia familiar […]de ahí que se pueda hablar en toda esta época republicana del ejercicio de una ciudadanía patrimonial. […] El ejercicio de la ciudadanía no es en esta época un modo de responsabilidad pública […]. En boca de los antiguos liberales, como hoy de los advenedizos, la igualdad de los hombres es una impostura discursiva que encumbra la más terrible segregación de los que no pueden lucir la blanquitud de sus ancestros […] (García Linera, 1999:142-144).
El régimen político que imperaba antes del golpe del General Velasco no fue, ni por asomo, la democracia representativa que aún los sectores más radicales del liberalismo pretendían que fuera. Pero su ilegitimidad en el país no se reducía a sus aspectos legales. Era, de hecho, un recurso aprovechado por los diferentes grupos oligárquicos y caudillos militares o civiles que se disputaban el poder del Estado. Así, el carácter patrimonial y privativo del Estado, la inexistencia del mismo como Estado-nación, su restringida presencia efectiva y su dominio fáctico no tuvieron mejor expresión que en la fraudulencia de sus procesos eleccionarios:
No obstante el reducido cuerpo electoral constituido sólo por los alfabetos, con excepción de los indios […], las elecciones fueron casi siempre fraudulentas durante los inicios de la República y, desde luego, en la República Aristocrática. Lo fueron más todavía bajo el imperio de las autocracias tanto civiles (Leguía, Prado en su primera administración, y Fujimori) como militares (Benavides, en 1936 y 1939, y Odría en 1950 y 1956) (Paniagua, 2003: 61).
La ruptura de un orden democrático tal es, por tanto, el argumento menos des-legitimador que se pueda sostener contra al golpe de Estado de 1968. La suspensión de los procesos electorales, del precario sistema de partidos y, en fin, del decadente régimen de hacienda fue, para el grueso de la población excluida de los derechos políticos y jurídicos que concede la ciudadanía, la conquista de medidas revolucionarias democratizadoras que durante décadas habían motivado su movilización y organización al margen incluso de la legalidad estatal y aún contra ella. No se suspendió sino un derecho del que la mayoría de la población no gozaba. Como diría Paniagua sobre modificaciones legales de años anteriores al 68: “En el papel, cuando menos, los analfabetos, en su mayoría indígenas, fueron privados de un derecho del que nunca gozaron. No habrían tenido la oportunidad de hacerlo en tanto subsistiera el régimen de servidumbre al que estaban sujetos” (Paniagua, 2003: 70).
El viejo sueño liberal y su pugna intelectual, cuando no sólo literal, contra el conservadurismo jamás tuvo vigencia antes del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, en tanto no cuestionaba las descaradas estructuras coloniales de dominación sobre el grueso de la población peruana.
Cuanta proclama o escrito liberal que se encuentre, aún en los sectores más decididos de esta corriente como los del Partido Demócrata Cristiano (ancestro directo del Partido Popular Cristiano quien hasta la actualidad se proclama liberal por antonomasia) carece, en buena medida por solidaridad de clase y de abolengo, de la crítica fundamental al sistema de casta (Cornejo Chávez, 1960).
Más aún, su validez programática quedó anulada definitivamente cuando no ejecutaron las románticas proclamas reformistas que los llevaron al gobierno en 1963, aunque bien es cierto que la también democrática y opositora alianza APRA-UNO boicoteó, desde el Congreso, y por razones pragmáticas que no de Estado, su puesta en marcha. En fin, porque el liberalismo triunfante no rompió con el orden de republiqueta que Manuel Gonzáles Prada bien describió a inicios del siglo pasado:
Nuestra forma de gobierno se reduce a una gran mentira, porque no merece llamarse república democrática un estado en que dos o tres millones de individuos viven fuera de la ley. Si en la costa se divisa un vislumbre de garantías bajo un remedo de república, en el interior se palpa la violación de todo derecho bajo un verdadero régimen feudal. Ahí no rigen Códigos ni imperan tribunales de justicia, porque hacendados y gamonales dirimen toda cuestión arrogándose los papeles de jueces y ejecutores de las sentencias. Las autoridades políticas, lejos de apoyar a débiles y pobres, ayudan casi siempre a ricos y fuertes. Hay regiones donde jueces de paz y gobernadores pertenecen a la servidumbre de la hacienda. ¿Qué gobernador, qué subprefecto ni qué prefecto osaría colocarse frente a frente de un hacendado? (s/f: 339).
El breve período de gobierno del General Velasco, iniciado con el golpe de 1968, significó una modificación radical de las estructuras y relaciones sociales en el país: el derrumbe final del latifundismo y con ello de las relaciones serviles de trabajo que sometían al pueblo indígena, y con ello, la incorporación de la mayoría de peruanos a la ciudadanía. Significó también el desarrollo de condiciones materiales para la formación de los movimientos sociales y gremiales de la siguiente década. Fue, en esencia y de hecho, en términos reales mucho más que formales, un proceso democratizador de la sociedad peruana. Millones de individuos, antes no considerados ciudadanos por su condición indígena, se incorporaron a la vida política formal del país y, con ello, se convirtieron en los futuros electores de lo que ahora llamamos democracia en el sentido liberal del término.
Es decir, la democracia formal que ahora vivimos debe su base material a las radicales medidas tomadas durante la dictadura del Gral. Velasco. Y, aunque la sucesión forzada por el Gral. Morales Bermúdez (1973-1980) intentó desmontar las reformas velasquistas, el régimen de hacienda estaba ya abolido y la endeble democracia estamental había llegado, irreversiblemente a su fin. Así se reflejó en la Constitución de 1979 (la más avanzada, democrática y liberal de la República), donde, por primera vez se reconoció la ciudadanía plena a todos los nacidos en territorio nacional. Esta carta expresó las bases institucionales de la democracia en la siguiente década y debió significar, en el sentido hegeliano, el espíritu social del nuevo Perú.
En conclusión, si reconocemos que el resultado final del proceso revolucionario iniciado por el Gral. Velasco fue la incorporación de esa mayoría excluida a la ciudadanía plena de derechos, encontraremos que el golpe de Estado de 1968 tuvo motivaciones democratizadoras más profundas que los comicios del 63 y la democracia estamental (y por lo mismo, seudo-democracia) hasta ese momento existente.