ENTRE LA RABIA Y EL MIEDO: EL VERDADERO ROSTRO DE LA POLARIZACIÓN PERUANA
El Perú no camina hacia una elección entre derechas e izquierdas, sino hacia un enfrentamiento mucho más primario, más visceral y más real: la rabia contra el miedo. La polarización que se viene —y que ya late en las calles, en los barrios y en las redes— no es un debate de programas de gobierno ni una confrontación ideológica seria entre proyectos de país, sino una guerra de emociones políticas profundas que arrastran a millones.
La derecha ya no seduce: administra el miedo. Y lo hace con eficacia. El miedo a las extorsiones, al sicariato, a perder lo poco que se tiene, a los “venecos”, al comunismo, a las regiones del sur que protestan, al desborde popular, al cambio social. Lima y gran parte de las ciudades del norte votan cada vez más desde ese miedo: un temor incrustado en clases medias precarias, en comerciantes endeudados, en jóvenes atrapados en el espejismo del consumo aspiracional, y en empresarios que, en el fondo, saben que el modelo está agotado, pero prefieren sostenerlo hasta el último clavo antes que aceptar su final. Y no se puede obviar que también hay sectores populares que votan por una derecha populista, no por convicción, sino por un clientelismo descarado o por un cinismo resignado que prefiere pactar con el opresor antes que arriesgarse a lo desconocido que podría cambiarlo todo.
Mientras tanto, en las regiones del sur y en las periferias rurales de todo el país, se cocina otra energía: la rabia. Una rabia legítima y acumulada, que ya no cree en las promesas de reforma, ni en la meritocracia, ni en el discurso de la democracia representativa. Es la rabia de los que lo perdieron todo durante la pandemia, de los que enterraron a sus muertos sin Estado, de los que vieron cómo la Constitución de 1993 solo sirve para blindar a los poderosos. Es la rabia de los pueblos que marcharon y fueron reprimidos, de los que fueron llamados "terroristas" por querer justicia, por exigir dignidad. Es gente —y cada vez son más— que quiere escarmentar al Ejecutivo y al Congreso, que los detesta con un desprecio encendido y que está dispuesta a vengarse en las urnas, votando contra todos ellos, contra todo lo que representan.
No es casual que el sur radicalice su voto: no es que se haya vuelto más "rojo", es que ha dejado de tenerle miedo al sistema. Lo que importa no es tanto que voten por tal o cual partido, sino que votan contra el orden establecido. Su radicalismo no es ideológico: es emocional, histórico, cultural, popular. Votan por la ruptura, por cualquier opción que dinamite esta democracia de fachada.
En cambio, Lima y el norte urbano se aferran al miedo como refugio. Su voto conservador no nace de una convicción política real: es un acto de autoprotección. Es el instinto defensivo de una clase media frágil, que se sabe vulnerable, y de élites económicas que se sienten sitiadas por un país que ya no controlan del todo. Por eso los medios masivos amplifican ese miedo con estridencia: porque es su último bastión de contención. De ahí los discursos histéricos sobre Venezuela, el retorno de Sendero, el “terrorismo” disfrazado de protesta. Porque saben que la rabia del sur, si cruza las fronteras de sus ciudades, si deja de estar aislada y logra articularse políticamente a nivel nacional, no solo puede ganar las elecciones, sino arrasar con todo el andamiaje de privilegios. No se trata solo de un cambio de gobierno: se trata de la posibilidad real de tumbarse la Constitución que sostiene a las mafias políticas, empresariales y mediáticas que se han repartido el país durante décadas.
Esta es la escena de nuestra próxima elección: no habrá diálogo entre programas, sino entre emociones inconciliables. No es una batalla entre propuestas técnicas, sino entre vivencias radicalmente distintas de la realidad. Entre los que sufren la desigualdad en carne viva y los que la administran desde su burbuja.
Por eso, quienes nos reclamamos de izquierda debemos dejar de intentar convencer con diagnósticos académicos, cifras frías o discursos moralistas del pensamiento woke. Este no es tiempo de tecnócratas ni de intelectuales encerrados en sus burbujas progresistas. Es tiempo de organizar la rabia, de darle dirección, cuerpo y victoria. La derecha ya cumplió su tarea: ha sembrado el miedo en cada rincón del país, lo ha cultivado con mentiras y lo ha hecho florecer en votos conservadores. Ahora nos toca a nosotros convertir la indignación popular en poder real, en fuerza movilizadora, en victoria popular que no solo gane elecciones, sino que transforme el país desde sus raíces.
Porque en esta confrontación no se elegirá entre izquierda o derecha, sino entre seguir postrados por el miedo o alzarnos y avanzar desde la rabia.
Y cuando eso ocurra —como ocurrió en 2021, como puede volver a ocurrir—, que nadie diga que fue sorpresa.